dimecres, 11 de setembre del 2019

A terra de cucanya qui manco fa, més hi guanya


Hace cuatro meses acabó Game of Thrones, seguramente la serie de televisión de más éxito de esta década (como Lost en la anterior), o al menos la de más expectación por episodio, la que generaba más análisis y opiniones, o las disputas más viscerales entre defensores y detractores. Yo, como es público y notorio, me cuento entre estos últimos, por lo que hace a mi opinión sobre estas últimas temporadas. Pero en contra de lo que podríais esperar, si he sido tan rotundo expresando mi desaprobación, no ha sido por odio o indignación, como podría pensarse.

Antes al contrario, ha sido por envidia.

Pero antes de explicarme, una historia.

El pasado mes de junio tuve la ocasión de asistir a uno de los eventos más inesperados a los que he acudido en Barcelona. Se trataba de la presentación de un documental sobre el grupo infantil Parchís, que como recordarán los más viejos del lugar, gozó de cierta popularidad en los años ochenta. Como era de esperar, todo esto fue cosa de Pili, que tres años antes había hecho una contribución al crowdfunding con el que arrancó este proyecto, y cuya recompensa incluía asistir al estreno en Barcelona, con presencia de varios miembros del grupo. Y en efecto, allí estaban ellos, cinco de ellos al menos, cuarenta años después, con vidas completamente distintas, arropados por un montón de gente que, como Pili, tuvo al grupo Parchís como uno de los iconos de su infancia.

¿He dicho ya que Parchís gozó de cierta popularidad? Menudo eufemismo. Si en España se convirtieron en ídolos infantiles (como hoy sería... no sé, ¿Bob Esponja?) en Latinoamérica (especialmente México y Argentina) se trató de un verdadero fenómeno social que marcó a una generación. Llenaban estadios y los niños (y no tanto) coreaban sus canciones, o coleccionaban su parafernalia multicolor. Yo, que conocía a Parchís, no tenía ni idea de la dimensión que habían llegado a alcanzar. Y por eso me resultó tan fascinante el documental, que recomiendo encarecidamente a todo el mundo, participara o no de la popularidad del grupo.

Para mí el momento más revelador del documental, lo siento por el pequeño spoiler, es cuando el técnico de sonido que "cocinó" la canción que el grupo interpretó para la serie animada "La Batalla de los Planetas" (de nuevo, referencia solo para los más talluditos), viene a reconocer que las voces de las niños apenas se distinguen bajo todo el trabajo de producción. La realidad es que los niños de Parchís tampoco cantaban tan bien. Pero no es menos cierto que su éxito tiene poco que ver con su talento, ya que se trató puramente de un producto comercial que encontró un hueco de mercado en el momento adecuado, y a partir de ahí todo fue rodar cuesta abajo. En cuanto se hicieron lo bastante famosos, habrían podido recitar las tablas de multiplicar o chillar como delfines, y habrían logrado exactamente la misma respuesta del público.

El de Parchís no es, por supuesto, un caso aislado. Toda clase de fenómenos mediáticos han tenido éxito por razones que tenían poco que ver con su mérito objetivo. En su libro The Tipping Point, Malcolm Gladwell cita docenas de ejemplos de éxitos que llegaron gracias a elementos más allá de las bondades intrínsecas del producto. Pero a mí el fenómeno que me fascina es el de después, el de cuando un producto, una idea ya es popular, y ya ha sido aceptado. Cuando esto sucede, pasan dos cosas: una, que el éxito se reproduce (en palabras mi guionista y sin embargo amigo Enric: "los autores que más venden son los autores que más venden"); y dos, que a los éxitos se le dejan pasar cosas que a los demás no se nos perdonan.

Esto puede parecer contraintuitivo. Cuanta más fama, más exigencia debería tener el público, verdad? Y sin embargo, lo contrario es claramente lo que vemos: cuando más ha invertido una masa de fans en una idea, mayor es el nivel de tolerancia. Así es como se explican las cifras de taquilla de las denostadas precuelas de Star Wars. Abundan los ejemplos de aparente desalineación entre la calidad de un producto y su índice de popularidad, o al menos de aceptación. Cuando era más joven solía discutir con amigos si las obras tenían calidad intrínseca, separada de si gustan o no, o si lo que percibimos como calidad es siempre una cualidad subjetiva, sujeta a los gustos e inclinaciones del que la consume,

(Como los intelectuales de las películas de Woody Allen, mis amigos y yo teníamos demasiado tiempo libre)

Recientemente he descubierto que se ha demostrado científicamente que hay una correlación entre lo que gusta y su calidad - pero no era la que yo me esperaba. En un experimento, se sometió a expertos enólogos a una cata de vinos, comparando los resultados entre una cata a ciegas (sin ver la etiqueta del vino) y otra en la que el producto era conocido. En todos los casos, apreciaban más los vinos que reconocían como buenos por la etiqueta. Dejadme que aclare esto porque es importante: no se trata de que los catadores fueran unos snobs haciendo postureo, sino que se midieron con sensores los receptores de placer en sus cerebros, y al beber los vinos que por su etiqueta reconocían como buenos, estos sensores recogían respuestas químicas más elevadas. Es decir, sus propias expectativas (subjetivas) variaban su percepción de calidad (objetiva).

(no tengo a mano la referencia del estudio, pero la puedo buscar si a alguien le interesa)

Estos resultados por un lado me fascinan, por otro me vuelven loco. Sometidos como estamos a un bombardeo sensorial destinado a hacer unos productos o marcas más atractivos, resulta que nuestro cerebro es capaz de traicionar nuestras mejores intenciones de ser objetivos y rigurosos, provocando respuestas sensoriales o emocionales positivas como respuesta a expectativas más altas. Y ni siquiera es necesario que las expectativas tengan que ver con el producto en sí: desde creernos que un actor/actriz es mejor intérprete por ser más guapo/a, o que un perfume huele mejor por la sofisticación de su publicidad, a que un grupo de niños simpáticos y vestidos de colores cantan mejor de lo que realmente lo hacen. Salvador Dalí vendía lienzos en blanco con su firma a jóvenes artistas, ya que por el mero de hecho de pasar por suyos, los cuadros gustarían más.

Recientemente, la película Yesterday nos ha querido hacer creer que las canciones de los Beatles habrían tenido hoy un enorme éxito si un desconocido las hubiera interpretado, porque eran así de buenas - pero todos sabemos la verdad, que por más buenas que fueran sus canciones, los Beatles triunfaron como lo hicieron por ser ellos quienes las interpretaban; su éxito no era solo resultado de su calidad. Queremos creer que la belleza y maestría de la obra son lo único que importa para que algo nos guste. Pero es una bonita fantasía.

La ciencia vuelve a resolver un dilema de nuestra juventad: La calidad está, literalmente, en el ojo del observador.

Las ramificaciones de esta idea son infinitas, y por desgracia desmontan algunas de las ideas preconcebidas (con la mejor de las intenciones) sobre lo que es bueno y lo que no. Incluso si nos consideramos personas informadas y cabales, que no nos dejamos arrastar por la publicidad, la moda, o nuestros bajos instintos, en algún momento nuestra capacidad de decidir (por así llamarlo) lo que nos gusta y lo que no estará severamente lastrada por nuestras expectativas, y lo que sabemos, o creemos saber, de lo que tenemos delante.

Es conocido que en Hollywood es más fácil financiar una secuela o una adaptación de otro medio: no solo es más fácil vender un producto del que los espectadores ya tienen conocimiento, incluso si (o especialmente porque) resulta menos arriesgado que una obra original o diferente. Y a la inversa, es también conocido el caso de los 15 editores que rechazaron la obra de J.K. Rowling "porque a nadie le interesaba la historia de un niño mago". El resto es historia.

Es un hecho innegable, y como he explicado además probado por la ciencia, que en general nos gusta siempre más de lo que ya nos gusta. Y en los tiempos que corren, las nuevas tecnologías amplifican cualquier idea o mensaje hasta una escala que hace difícil distinguir el debate del ruido. Y así es como llegamos de nuevo a Game of Thrones, la serie cuyo final ha generado más ruido y encendida discusión. Una legión de fans llevaba años viendo la serie, comentándola en sociedad e integrándola en su vida cotidiana (desde usar frases de Tyrion hasta llamar Daenerys a su hija - gran idea esta última, por cierto). Después de semejante inversión - como se puede esperar que nadie sea objetivo?

Después de todo lo que he explicado, podemos estar al menos de acuerdo en que nuestro criterio está severamente sesgado - tanto si nos gusta como si no, lo importante aquí es que hay una idea en nuestra cabeza de la que ya no podemos escapar. Y como pasa con el resto de fenómenos de la cultura popular, cuanto más metidos estamos en esa cultura, menos libertad de decisión tenemos - no importa lo inteligentes que nos creamos. da igual el fenómeno: ídolos musicales, héroes deportivos, personajes populares, ideas políticas, creencias religiosas... todo es un bagaje para nuestro (así llamado) libre albedrío, más consolidado cuanto más tiempo o esfuerzo le hayamos dedicado.

(The Oatmeal tiene una gran tira sobre esto, que deberías leer: https://theoatmeal.com/comics/believe)

Y ahí es donde reside mi envidia. No en que al público le guste una serie que yo deteste (normalmente es al revés y no pasa nada). Sino en que les importe. En que estén lo suficientemente volcados en ese fenómeno que lo sientan parte de sus vidas, una causa a la que dedicar su interés, su tiempo, sus emociones.

Durante un par de semanas el final de Game of Thrones parecía ser lo único de lo que se hablaba en las redes sociales (y yo no fui ajeno al fenómeno, lo admito). Y como alguien que busca crear obras que no solo lleguen al público (por aquello de ganarse la vida) sino que levanten ese nivel de expectación, envidio honestamente ese estatus. El del creador que no va a dejar a nadie indiferente, que va a suscitar alguna respuesta: incluso que te detesten, o como decía John Waters (director de cine que llegó a insertar escenas reales de coprofagia en alguna de sus películas) "provocar la náusea para mí es como recibir una ovación".

Para llegar a ese punto, antes necesito un plan. Pero esa es otra historia.

PD. Y el final de Game of Thrones, como sus últimas temporadas, es como las canciones de Parchís: nos acordaremos de ellas durante mucho tiempo, pero en el fondo son una puta mierda.

dimecres, 27 de març del 2019

Volies ser merda i no arribes a pet


Hace bastantes años aprendí inglés con una profesora americana cuyo español era bastante correcto, aunque con ocasionales errores de concordancia. Recuerdo una ocasión en que una alumna de repaso, una niñita bastante desagradable, e incluso peor estudiante, le corrigió una frase en español a la profesora. Ella no se cortó y le replicó: "cuando tú hables inglés como yo hablo español, entonces podrás corregirme".

La actitud de mi profesora fue tan digna de aplauso como la de la chiquilla de censura. Nadie quiere identificarse con esa persona mediocre y vulgar que no pierde oportunidad de darle lecciones a los demás de lo que ellos mismos no tienen ni idea. Es un vicio tan extendido que ya ni nos sorprende. Excepto cuando resulta que los que pecamos de opinar sin saber somos nosotros mismos.

"Todo el mundo tiene su opinión" es una obviedad. "Todo el mundo puede opinar" es más cuestionable. Las opiniones pueden estar basadas en el conocimiento o la experiencia personal, pero también en ideas recibidas, rumores, mitos o tópicos. Y por alguna razón, cuanta menos base tiene una opinión, más se esfuerza su dueño en expresarla. Sin importar la experiencia real del sujeto con el tema a debate, todo el mundo en algún momento ha sido (yo también) un experto en algo de lo que no tiene ni puta idea.

"Everybody is a critic" dicen en inglés para denostar al opinador de oficio. Prueba a escuchar opiniones de gente sobre actualidad, sobre arte, o cine, o fútbol. Oyéndolos creerías que son verdaderos licenciados en el tema, como tertulianos de un programa de radio. Raras veces oyes a alguien proclamar su ignorancia sobre un tema, y no pocas veces es solo como prólogo a una opinión no requerida: "yo no sé mucho de esto pero..."

La opinión infundada como género es un hecho cultural con el que poco se puede hacer sin llamar cenutrio indocumentado a todo el mundo (aunque la tentación está ahí). Lo que sí que hay que detener a toda costa es la epidemia de consejeros desinformados que cruzan la línea entre "pues a mí me parece" (que dentro de lo que cabe es simplemente molesto) y el "lo que deberías hacer es" que ya entra en la categoría de odioso.


No estoy exagerando, a lo largo de los años he recibido consejos (importante, nunca solicitados): sobre dieta de personas con sobrepeso; sobre ejercicio físico de personas que no pisan un gimnasio ni por error; sobre salud de fumadores; sobre la actualidad de Catalunya de gente que nunca ha vivido aquí; sobre viajes de gente que nunca ha hecho una escala o un viaje trasatlántico; sobre salud mental de gente que nunca ha sufrido ni medio ataque de pánico... Todos conocemos al típico listo que habla con vehemencia sobre libros en base a los pocos que ha leído en su vida, o que repite una y otra vez la historia de sus pocos viajes como si fuera Marco Polo. "Como Granada no hay nada" es una afirmación bastante hueca si no conoces ningún otro sitio. Haciendo videojuegos me ha tocado trabajar con diseñadores (y artistas, y productores, ystudio managers...) que aseguraban tener la fórmula del éxito, a pesar de nunca tuvieron ninguno. Y por supuesto, en estos últimos años el dar consejos de oficio y sin credenciales se ha convertido en carrera, el infame "coach" capaz de planificar la vida de sus clientes desde la comodidad de quien ni comparte la experiencia vital, ni tiene que gestionar las consecuencias de sus decisiones.

Por supuesto que para mí una de las formas más insidiosas de consejo desinformado es el que tiene que ver con mis dibujos. A todo artista un poco sensible siempre le cuesta recibir consejos artísticos, incluso cuando vienen de un experto o de un profesor. Pero resultan especialmente sangrantes cuando vienen de gente que no ha dibujado nunca nada. Desde que paso el día contando a todo el mundo sobre mi intención de dedicarme a hacer cómics, me toca escuchar los inútiles consejos de gente que no dibuja, o no lee cómics, o no tiene más conocimiento sobre el tema que ver películas de Marvel.

Como los aficionados que dan consejos sobre un deporte cuando ellos no han tocado un balón o corrido cien metros en su vida, los aconsejadores artísticos de oficio se creen con la autoridad de explicarte cómo dibujar, y no tienen problema en dejarte comentarios con sus consejos. Eso sí, como se te ocurra preguntarles por su nivel de experiencia o sugerirles que prueben a hacerlo ellos - entonces no, para eso no tienen tiempo.

Varias veces cuando le he contado a alguien que dibujo cómics, me han propuesto alguna historia. Solamente les pido dos cosas: ¿cuál es tu experiencia escribiendo? Y, ¿puedes poner por escrito tu propuesta? E invariablemente la historia termina ahí: hasta la fecha ninguna de esas conversaciones se ha materializado en una idea por escrito. Al parecer la capacidad del presunto experto se termina en cuanto tiene que poner de su parte y no solo decirte lo que "deberías" hacer. Vivir a través del trabajo de los demás es otra de las epidemias de nuestro tiempo, y todo el mundo quiere ser parte de los éxitos ajenos, arrogarse el mérito del esfuerzo de otros.

¿Te acuerdas de aquello de "Hemos ganado el mundial"? Pues no, tú no has ganado nada. Tú solo estabas en el sofá viendo la tele.

Todo esto no es para decir que no puedas criticar algo a menos que tú puedas hacerlo mejor. A mí no se me da muy bien el bricolaje pero puedo reconocer los méritos de la Torre Eiffel. Si no te gusta lo que hago, no tengo ningún problema en saberlo. Pero por favor, déjalo ahí. No intentes darme consejos, a menos que tú seas capaz de hacerlo, y ya de paso me lo puedas mostrar. No pretendas saber algo que yo no sé, a menos que hayas pasado al menos tantas horas como yo picando piedra.

Y si aún así tienes la tentación de dejarme un comentario diciéndome lo que debería hacer, haz como les enseñan a los que sufren síndrome de Asperger: repítelo tres veces en tu cabeza y luego cállate. Porque para recibir consejos de idiotas que no tienen ni idea, ya tengo mi trabajo.