diumenge, 13 de desembre del 2020

Tant li és pegar a n'es clau com a sa ferradura

Este no tenía que ser el primer post que iba a publicar en este blog en más de un año.

Tenía otro pensado, a medio escribir y preparado para publicar el 15 de marzo. Ese domingo iba a correr mi primer maratón, el primero de mis propósitos de año nuevo que tenía intención de liquidar rápidamente. Iba a ser un post lleno de épica, sobre el esfuerzo, la superación y la constancia. Iba a deciros todo lo guay que soy, y todo lo que he conseguido, y cuánto deberíais admirarme por ello.

En definitiva, iba a ser otra de exhibición de arrogancia. Como mi amigo Manuel lo describió a la perfección una vez, mis posts pueden resumirse como: “mi-mi-mi-mi-mi”.

Supongo que es justo que el 15 de marzo, la realidad me pusiera en mi sitio.

El 15 de marzo por supuesto no corrí ningún maratón. Y este año tampoco pude hacer ninguno de los viajes que tenía planeados, ni ninguno de mis otros proyectos.

Es cierto, nada de todo eso pasó. Y podría venir hoy aquí a presumir de todo lo que he logrado este año a pesar de las circunstancias, de cómo me he superado en mitad de la adversidad y todas esas mierdas de las que sabéis que me gusta compartir. Mi-mi-mi-mi-mi.

Pero hoy no toca. Este año no toca. Seguramente no toca nunca. En mi casa nadie ha estado sin trabajo, ni enfermo (física o mentalmente), ni nos ha faltado de nada. Venir aquí a presumir, desde la que es sin ninguna duda una posición privilegiada, de todo lo que he logrado este año, puede resultar incluso ofensivo a gente que lo ha pasado realmente mal.

Incluso antes de este año, la vida de mucha gente que conozco ya estaba azotada regularmente por la mala fortuna, la pérdida, la enfermedad, las carencias. En el caso de mucha gente que no conozco, su vida es una lucha cotidiana contra la desgracia, el infortunio y la injusticia.

Hay una lección que deberíamos haber aprendido todos de este loco 2020, y sobre todo los que lo hemos vivido mayormente desde la comodidad de una pantalla conectada a internet: no dar nada por hecho, ni por seguro. Considerar nuestra situación, no importa lo favorable o segura que nos parezca, como un estado pasajero, inestable y extremadamente volátil.

Como buen friki, esta no es una idea nueva para mí. La tengo presente cada vez que veo The Walking Dead: en un escenario post apocalíptico, en el que todo el mundo lo ha perdido todo, los únicos valores que realmente cuentan para sobrevivir vienen del mérito personal, no de las circunstancias en las que cada uno tuvo la suerte de nacer. Todo lo que daba poder e influencia cuando el mundo era “normal”, ahora no vale para nada. Las celebridades e influencers de hoy, cuyas vidas frívolas no tendrían ninguna relevancia, serían los primeros en ser devorados por los zombis.

Pero las versiones de ficción del futuro de la humanidad tienen tendencia a apuntar algo que hemos podido constatar este año: incluso en un nuevo orden, el privilegio no deja de existir, tan solo se transforma.

Cuando hablo de privilegio, no me refiero a tener mansiones, yates o mayordomos. La palabra privilegio se ha sobrecargado de significado para describir la situación de ventaja - no meritoria - que tienen unas personas sobre otras por el mero de hecho de ser quienes son, o de alguna condición - de nuevo, no mérito suyo - como su origen, etnia, sexo, nacionalidad o condición sexual.

Siendo hombre, blanco, heterosexual, nacido en occidente, con acceso a sustento, vivienda, educación, atención sanitaria, y multitud de bienes de consumo - aún es posible no creerse el depositario de ninguna forma de privilegio. “He tenido que estudiar para sacarme mis estudios”, yo pensaba. “Y gano mi sueldo trabajando, nadie me lo regala. Y nunca he maltratado a una mujer, o discriminado a un negro, o a un gay. ¿He de sentirme culpable por haber nacido donde lo hice?”

Y claro está, culpable no tengo que sentirme. Aunque haya quien lo haya intentado (porque incluso con las mejores intenciones se pueden decir las mayores tonterías), no se me puede adjudicar la culpa de ninguna de las tropelías cometidas por otras personas antes que yo, por el hecho de compartir con ellos raza, sexo o nacionalidad - igual que tampoco tengo derecho alguno a arrogarse sus méritos (aquello de “hemos ganado el mundial” dicho por gente que no se movió de su sofá). Como la falacia cristiana del pecado original, es un intento un poco patético de lograr simpatía sobre la base del chantaje emocional.

Culpa no. Pero el privilegio es real. Como ha demostrado este año, algunos simplemente estábamos en una mejor situación para sobrellevar esta pandemia. Si tienes un trabajo que puedes hacer desde casa, delante de un ordenador conectado a internet, a sueldo de una corporación con suficiente cash flow, y en caso del temido contagio tienes atención sanitaria, te ha tocado la lotería. Si además te puedes dar el lujo de entrenar y correr un maratón, mientras a tu alrededor hay gente que pasa hambre, o ven a un familiar morir en una UCI, entonces ya entiendes lo que significa el privilegio.

Incluso el mero hecho de que nos haya tocado vivir esta pandemia en este año, y no tan solo 30 años atrás, antes de que internet estuviera al alcance de todo el mundo, ha marcado la diferencia entre la supervivencia y la desesperación, entre hartarse de estar en casa viendo Netflix y volverse loco. No tengo ni idea de lo que habrá sido convivir encerrado con menores durante estos meses - hasta para eso he sido un privilegiado. Incluso mi condición de asmático - la única tara limitante que de momento tiene mi cuerpo - me ha proporcionado impunidad suficiente para no tener que ir a la oficina ni una sola vez en nueve meses.

Debo estar en el 1 por ciento del 1 por ciento de personas más afortunadas de la humanidad. Me pregunto si es así cómo se sienten Warren Buffet o Bill Gates.

Y cuando haya pasado la pandemia, y ya no haya ningún virus amenazando nuestra existencia (ni nuestra economía, que para algunos es lo más importante) el privilegio va a seguir existiendo.

El privilegio es la razón por la que tendré acceso a la vacuna para empezar. O por la que me puedo plantear cambiar de casa, de trabajo, o de país. O no tener miedo de cobrar menos que mis compañeros por el mismo trabajo. O a que me violen a la salida de una discoteca. O a que se nieguen a servirme en un restaurante. O a que me asesine la policía.

El privilegio es la razón por la que existen individuos execrables como Harvey Weinstein, Donald Trump o el ciudadano en el exilio Juan Carlos de Borbón. Es la razón por la que personas aparentemente normales y decentes apoyan a tiranos y fascistas: niegan que exista el privilegio, pero quieren asegurarse de que nadie se lo quite: los llamados, no por casualidad, “desfavorecidos” - en inglés “underprivileged”.

Solo tengo un problema con la idea del privilegio, y es que se le llame así. Un privilegio no es, o no debería ser, el acceso a una vida digna e igualdad de oportunidades. Privilegio deberían ser las mansiones, los yates y los mayordomos. Bienes a los que por su naturaleza no puede acceder todo el mundo, y está bien que sea así, porque podemos vivir sin ellos. Llamar privilegio a lo que deberían ser (y de hecho son) derechos humanos fundamentales, tan sólo degrada su valor, poniéndolos en la misma categoría que un chalet en la costa, o un viaje al espacio.

A menos que nos hayamos equivocado, y que no haya recursos suficientes en el mundo para que esta forma de vida que hemos creado para nosotros sea accesible a toda la humanidad. Que el privilegio sea una condición de suma cero, y que para que unos lo tengan otros han de carecer de él. Que el futuro sea una lucha por la supervivencia frente a la adversidad, del que este año solo ha sido una muestra.

Y que como en The Walking Dead, al final los únicos que ganen sean los zombies.